jueves, 2 de abril de 2009

Alimentos sociales

Cúantas veces hemos oído hablar de las “costumbres sociales”, aquellas que, en torno a un producto alimenticio, generan un contexto de amistad, cordialidad, diplomacia, buscando otros fines. Tomar unas cañas, tomar unos vinos, tomar un café, etc.
Uno la verdad es que no se considera para nada una persona antisocial, pero, por alguna extraña carambola de la fortuna, no se siente a gusto con gran parte de estas costumbres, no ya por lo que significan en sí mismas, sino porque detesto los productos que consituyen el core de las situaciones.
La cerveza: amarga a rabiar, alcohólica e intomable si no está fría. Creo que es de las peores sustancias que se puede echar uno al gaznate. Sólo la considero como conductor del calor y en cierta medida del sabor en ciertos guisos. Pero tomada sóla, ni loco.
El vino: sin ser tan amargo como la cerveza, tiene un sabor a bebida rancia y maderosa que unida al alcohol que contiene la hace insoportable. Qué decir de los enólogos (tanto los profesionales como los amateurs): borrachines enmascarados. Sin comentarios. Lo curioso es que la mayoría de los que “entienden” de vino, apenas son capaces de distinguir entre mero y merluza, que ya es decir. Con eso queda dicho todo. Sin embargo, en la cocina, es imprescincible en multitud de guisos (todos los estofados) adobos, masas de empanadas, salsas, etc. Tanto blancos como tintos, rosados o espumosos.
El café: producto amargo por excelencia. Es la única infusión que de tan mal que sabe no me permite ni intentar paladearla, por lo que el sabor lo he de intuir en otros productos compuestos por dicho producto. Yo creo que es, igual que el tabaco, su capacidad adictiva, la que la genera tal cantidad de adeptos. Me quedo con el descafeinado de sobre, que da un interesante sabor a la leche, pero no aligera la textura. Pero cualquier cosa que me sepa a café, ni verla (tiramisú, bombones, etc.). En mi cocina desde luego no tiene cabida.
Licores: en su momento era de los que los tomaba a cara de perro, por su efecto alucinógeno. Pero una vez superada la edad del pavo, ni loco me echo un trago de nada con alcohol. En la cocina tan sólo contemplo los licores afrutados para aromatizar ciertos postres o el cognac para algunos guisos de aves duras. No creo en los flambeados.
De verdad: pruében a tomarse un mosto o un zumo en lugar de una cerveza o un vino. Prueben a desayunar un cacao soluble en vez de café. Conozcan el maravilloso mundo de las infusiones: no ya sólo las típicas (té, manzanilla, menta, etc.), sino las de frutas (limón, frambuesa, fresa, manzana, etc.), las de hierbas menos habituales (canela, romero, vainilla, etc.). Y coman con agua. Por Dios. Que la última vez que tras pedirme un solomillo de buey en un restaurante de galones, el maitre se mosqueó porque no quería vino de acompañamiento, me dieron ganas de pedir la carta de reclamaciones o de patearle sus partes. Por ignorante y garrulo.
Después de esto, dirán: eres raro. Pues vale. Igual lo soy. Pero cuando tengo algún evento social, como y bebo lo que me gusta, y me quedo tan ancho. Y punto.

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