martes, 14 de abril de 2009

Creer o no creer

Dios no existe. De hecho, ni ha existido, ni existe, ni existirá nunca ningún Dios.
Llevamos varios milenios inventándonos dioses por diferentes motivos, y por supuesto, como fiel reflejo del egoista espíritu humano, hemos llegado al punto de capitalizar el origen de la creación de los dioses: el miedo a lo desconocido.
Los fenómenos naturales fueron considerados dioses durante siglos hasta que la ciencia consiguió describirlos, por ejemplo. En el mundo Occidental, la muerte es el último miedo a superar. Y ahí es donde las religiones más evolucionadas han diseñado y articulado complejas estructuras de poder que llegan a tener influencia en los más recónditos aspectos de la vida pública, con el vil fin del poder y la riqueza.
Da grima ver al Papa pedir a los gobiernos del mundo un poco de caridad y solidaridad con los desfavorecidos del tercer mundo desde su micromundo de mármol y oro del Vaticano.
Durante siglos la Iglesia ha juzgado, dictado sentencia y ajusticiado a quienes se salían del marco moral y financiero que ella marcaba, como si de una vulgar mafia se tratase. Los abusos que esta vieja institución ha cometido a lo largo de tantos años no merecen más que condenas y penas de resarcimiento. También es cierto que con total seguridad a lo largo de la historia habrá habido religiosos que hayan defendido los valores que promulga el cristianismo desde la decencia y la pulcritud más absoluta. Pero no es a ellos, casos puntuales, a los que apunta la crítica, sino a la institución en conjunto, tanto a quienes la crearon como a quienes la viciaron.
Sin embargo, y aún siendo completamente consciente de lo anteriormente expuesto, no puedo negar el indudable valor que la fé cristiana (en particular) tiene para no poca gente, independientemente del staff que la "acerca" a los creyentes. Quizá me he de considerar un desgraciado por ser tan analítico como soy. Quizá sería más felíz si me inventase un Dios bondadoso que me protege, que me escucha, y que me espera en algún lugar magnífico para que el día que me llegue la hora me acoja en su seno por siempre jamás. Quizá. Pero no lo soy.
Lo que me duele de verdad es que admiro a la gente que sí cree en algún Dios, porque llenan de alguna manera en su alma, ese vacío que yo sí tengo y que me hace sentir pánico al día en que me muera.
Por ello, no me parece justo que la Iglesia católica haya convertido en una mafia la gestión de la fé que profesan sus fieles. Y por supuesto peor me parece la ola anticatólica que actualmente se vive en España alentada por un Gobierno que sin escrúpulo alguno osa cercenar la fé de tanta gente en virtud de una escala de valores tan artificial como indigna, com más antis que pros, más basada en el rencor, la envidia y en el odio, que en la ilusión y la felicidad, y que, como en una rastrera reyerta de barrio, trata de apropiarse del valor económico, político y social que el catolicismo ha disfrutado a lo largo de tantos siglos.
Nos encontramos en una etapa de vacío de moral, de fé y de confianza. Quienes no creemos, sufrimos por los que sí lo hacen, además de por nosotros mismos y nuestro vacío interior. Y quienes sí creen, sufren por el acoso moral, legal y hasta físico de los paladines de la libertad espiritual.
En medio de tal batalla de dolor, uno sólo pide poder vivir para poder tratar de alcanzar la felicidad, por Dios.

No hay comentarios: