viernes, 7 de noviembre de 2008

Mi perro y yo

Una vez tuve un perro. Se llamaba Tr--. Era un mastín leonés blanco con el lomo manchado con una gran mancha marrón. Yo era pequeño. Tendría unos ocho o nueve años. No se, un día a mi padre se le ocurrió que tuviésemos un perro. Y a través de unos conocidos, nos aventuramos a elegir un cachorro de entre los hermanos que formaban una camada recién nacida de mastines de pura raza. Mi padre, hombre de campo urbanizado por su trabajo, había crecido entre animales. Mi madre no, y por eso no lo veía tan claro. Pero daba igual. A mi la posibilidad de tener un perro me deslumbraba por encima de cualquier otra cosa.
La camada estaba en una mini habitación al lado de los establos donde se guardaban los caballos. El resto de perros estaban en grandes jaulas en el mismo patio. Sólo un perro estaba en un patio diferente, más pequeño, de altísimas paredes y una puerta metálica. No se le veía. Pero sí se le escuchaba: un ladrido aterrador, contínuo, desgarrado, nos recibió al entrar en el recinto, así como un inquietante crujido de uñas que arañaban el cemento y golpeaban la chapa. Sólo salía de su patio para cruzarle con otras hembras y para pasearle, siempre con bozal y con cadena, y muy de vez en cuando. Era un ejemplar de concurso. Había matado ya a varios perros y caballos. Era el padre de Tr--.
El hombre abrió la puerta de la celda, y, entre un montón de peluches calientes rebujados unos entre otros, blancos unos, atrigrados otros, uno de ellos, con los ojos cerrados, se movía torpemente pisoteando a sus hermanos. Ese es el que yo quería.
Nunca imaginé que un ser tan pequeño pudiese causar tantos destrozos. Ni un papel sin morder. Ni una cortina que no sirviese de liana. Ni un zapato sin arrastrar. Ni un rincón sin visitar. Era un ciclón. Gordito, peludo, ágil, tenaz, impaciente. La vida en mi casa cambió. Todo giraba a su alrededor. Para bien o para mal.
Creció. Y ese animalito tan gracioso se convirtió en un inmenso y feroz guardián del chalet familiar. La parcela era suya. Era capaz de recorrerla de punta a punta en tan poco tiempo que no merecía la pena tratar de probar en huir de él. Y quien quisiese entrar en su territorio debía pedir su permiso. Con el tiempo su dominio incluso se extendió hasta las calles que rodeaban la parcela. Su descomunal tamaño superaba con creces la tapia, por encima de la cual sacaba con autoridad la cabeza cada vez que alguien pasaba cerca. Mis amigos ya no venían a buscarme a mi casa por miedo. Pero yo nunca me terminé de creer los ataques de los que se le acusó.
El resto no importa. Tr-- conmigo siempre fue noble. Por supuesto que tenía sus días, como cualquier persona, pero él y yo nos entendíamos de maravilla. Parecía mentira que un niño de diez u once años pudiese moverse con tal confianza junto a semejante bestia. Un simple bocado bastaría para fulminarlo. Pero yo siempre supe que nunca habría ocurrido. Porque no me hacía falta más que una mirada para que me entendiese. No tanto que me obedeciese, puesto que a cabezón no le ganaba nadie. Creo que pasó de considerarme su hermano a su hijo. Me soportaba. Mis bromas, mis juegos, mis perrerías, … Yo era realmente el inmaduro. Sabía levantarme la pata cuando se le clavaban entre las uñas esas malditas espinas que crecían junto al cesped, morderme con firmeza pero con suavidad de la mano para indicarme que quería guerra, recibirme girándo como una hélice el rabo al olerme aún estando todavía lejos de la puerta, … Y esa mirada. Esos ojos de niño indefenso. Ese giro de cabeza que tanto me conquistaba. Esa delicadeza al comer de mi mano y repasar con su suave lengua las migas que quedaban en mi palma … ¿Cómo era posible que un ser aparentase algo tan diferente a lo que realmente era?
No pude despedirme de él. A lo mejor no lo habría hecho. Seguro que me habría abierto una herida incurable. Así ahora tengo un gran recuerdo de él, y sé que sigue vivo. De hecho se que nunca morirá. Algún día volveremos a estar juntos.

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